La madriguera
La madriguera
Silvia Lupone, del libro Cuentos
rurales
El entierro se hizo bajo una llovizna
helada. Las manos curtidas de los dolientes se guardaban en los bolsillos y las
de Amanda reposaban sobre los hombros de
sus hijos, los dos mayores, parados delante de ella. La niña la envolvía con
sus brazos apretándose contra su cintura. El cura dijo las últimas palabras,
bajaron el cajón y después de la primera palada la niña refugió su cara entre
los pliegues del poncho áspero, buscando resguardo en el cuerpo que abrazaba. A
la segunda palada, Aurelio, el más grande, giró hacia su madre, le dijo vamos,
y así le propuso, casi le ordenó, volver al rancho. Amanda consintió y los
cuatro se encaminaron hacia el carro.
Subieron todos y Aurelio se acomodó
para tomar las riendas; no le gustó que el compadre Benavídez se ofreciera para
llevarlos hasta la estancia. Amanda le vio el gesto ladino y suplicó: «Enterremos
en paz a su padre, hijito; el compadre solo quiere acompañarnos». Aurelio se
sentó atrás, entre las latas y los restos de alambre y fardo, al lado de sus
hermanos. Desde allí los varones vieron cómo se alejaba el cementerio, con el
Cerro Negro detrás, envuelto en una nube, y Nurita, sentada sobre una madera,
se abrazó las piernas sin mirar casi ninguna otra cosa que la punta de sus
zapatos durante todo el viaje.
Don Benavídez puso la pava al fuego,
la mamá empezó a prender la estufa y Aurelio se puso a mirar una revista; cada
uno estaba en lo suyo así que Nurita, sin que nadie se fijara en ella, salió.
La llovizna seguía y Nurita corrió hasta la entrada del galpón. Allí estaba,
como siempre, Bandido. Atado a la cadena, con su pelo duro y mojado y una pata
lastimada que ella hubiera querido curar. Pero no tenía con qué, y a pesar de
saberlo, se la envolvió con un trapo que encontró por ahí. Bandido le lamía la
mano mientras ella le cubría la pata hinchada. Le gustaba pensar que lo hacía
de agradecido y, no sabía por qué, sentía que curándolo a Bandido ya no se
acordaba del entierro, ni de cómo lloraba la mamá, ni de que el Aurelio, ni
siquiera por ese día, la había tratado con un poco de cariño. «Cómo te habrás
hecho esto, Bandido», le decía Nurita. Y no quería mirar la fusta, colgada de
un gancho en el galpón, que antes era del papá y que ahora, desde el día que
vinieron en la ambulancia, era del Aurelio.
—¡Nurita!
¡Vení para acá que la mamá te llama! —le gritó Luisito desde la puerta.
Cuando Nurita entró
Amanda le dijo que se sentara. En el velorio, le dijo, la señora Mercedes me
mandó decir que usted podía ir a trabajar a la casa de la estancia, ya sabemos
que todavía es chica pero, ahora que no está su padre, esos pesos van a hacer
falta. El Aurelio se va a ocupar de los animales y de lo que el patrón mande,
como hacía su papá.
La señora Mercedes
recibió a Nurita con una sonrisa. La encargada de personal le asignó tareas
sencillas que demandaban tiempo, como lustrar la platería o pelar y picar
verduras. Una tarde, le ordenaron a Nurita que a partir de ese día debía
llevarle el té a la señora. Allí parada frente a la señora, luego de haber
dejado la bandeja, Nurita miraba el piso hasta que la señora le preguntó qué le
parecía su nuevo trabajo. Nurita dijo que estaba muy bien, muy contenta. La
señora le preguntó por el estudio y Nurita le dijo que ese mismo año terminaba
la primaria en la escuelita del campo. Entonces, la señora le regaló una
mochila que su sobrino se había olvidado en el verano y que él ya no
necesitaba. Para que lleves bien ordenados tus útiles, le dijo. Y Nurita dijo
gracias y desapareció por la puerta, encantada con la cantidad de cierres y
bolsillos y colores que tenía la mochila.
Cuando cada tarde
Nurita le llevaba el té a la señora, ella le preguntaba «¿Cómo van tus cosas,
Nurita?» Y así le habló de las tortas fritas que hacía la mamá, de las visitas
del compadre Benavídez y de lo inteligente que era el Bandido. Del Aurelio, no;
del Aurelio no le hablaba. Hasta que la señora un día le preguntó por la
mochila y por qué la usaba Aurelio. Nurita sintió que la cara iba a estallarle
de calor y le dijo «Se la regalé».
Los días fueron
pasando más rápido que otras veces. A la escuela por la mañana y de allí a la
casa de la estancia casi hasta que anochecía. Llegó fin de mes y la señora le
pagó a Nurita su primer sueldo. Se lo dio en un sobre y le dijo que al llegar
al rancho se lo diera a su mamá. Y esto también es para vos, le dijo después, y
le entregó un paquete que olía a perfume; «Abrilo, es un regalo, es un champú».
Era un envase escrito en otro idioma.
—
En qué está escrito?
—
En francés —le contestó la señora.
Y
Nurita lo guardó bien guardado.
Nurita sabía que
Aurelio los sábados no volvía al rancho hasta después del mediodía. La mamá se
había quedado a dormir en lo del compadre y Luisito nunca se levantaba hasta
que lo despertaran. Nurita preparó un fuentón con agua, desató a Bandido de la
cadena y forcejeando un poco logró bañarlo usando el champú francés. El pelo
duro de Bandido quedó brilloso. No quiso Nurita atarlo otra vez, tan pronto, y
decidió sacarlo a pasear, total, pensó, el Aurelio no se va a enterar de que lo
solté. Bandido no tenía correa y la cadena estaba fija a la pared del galpón.
Así que, Nurita le dijo: no te portes mal, no te vayas lejos, vamos.
En la sierra el
invierno es corto pero el frío es tan fuerte que los charcos se congelan de
noche y el pasto y todo lo que era verde se vuelve amarillo. A la mañana el
aire está quieto y puede oírse el andar de los cuises entre la maleza seca. Con
el calorcito del sol el pelo de Bandido se iba secando mientras paseaba con
Nurita; el perro iba y venía adelantándose a ella, por cada paso de Nurita
Bandido daba diez. Si escuchaba un ruido entre los pastos corría desde la
huella jugando a cazar una presa. Algunos sábados lo bañaba, otros, no; pero
todos, sin falta, lo sacaba a pasear por los senderos de la sierra. Y siempre
llegaba a tiempo para atarlo a la cadena antes de que Aurelio apareciese por el
rancho. Así fue pasando el invierno hasta que el paisaje empezó a verdear y a
los cuises se sumaron las lagartijas, los lagartos y otros bichos que se
cruzaban por el camino.
Un sábado de octubre
amaneció tan caluroso como si fuera verano. Nurita salió en cuanto Aurelio pasó
la tranquera montado en su caballo. Remojó un poco a Bandido con un jarrito y
salieron por la huella que subía hacia la sierra. Caminaron más de una hora, se
sentaron a la orilla del arroyo, lo cruzaron y siguieron unos pasos más.
Saliendo del badén, cuando ya casi había trepado hasta el sendero, Nurita
escuchó detrás de ella el gruñido de Bandido. Giró y cuando lo vio ya no gruñía
sino que ladraba, apostado sobre las patas traseras y bajando la parte
delantera del cuerpo con la cabeza casi a la altura del piso. Delante de él, a
algo más de un metro había una yarará. La víbora se hizo un rollo y sacó su
cabeza hacia arriba en dirección a Bandido. Nurita gritó «¡Bandido, no!» Pero
Bandido no obedecía, Nurita seguía gritando y él seguía ladrando y se movía en
círculos alrededor de la víbora. Con la rapidez de un látigo la serpiente se
extendió en el aire y tiró la mordida a la cabeza de Bandido. Un momento
después la yarará escapó en dirección al sendero y se refugió en una madriguera
que se abría casi a ras del suelo, en la pared de tierra que limitaba la
huella, donde el arroyo ya no corría. Bandido seguía ladrando, enloquecido, y
no se acercaba a Nurita. Cuando la víbora despareció en la madriguera, Bandido
corrió monte adentro y a pesar de los gritos que lo llamaban, no volvió. Nurita
esperó y llamó, gritó y volvió a esperar, pero se hacía tarde y tenía que
volver al rancho. Al llegar, no encontró ni rastro de que Bandido hubiera
vuelto por otro camino.
—¡Dónde está el
Bandido! —gritó Aurelio cuando vio la cadena tirada en la tierra, mientras
desensillaba.
Nurita escuchó desde
la cocina pero no salió. Aurelio abrió la puerta y le dijo: —Vos, qué hiciste. Adónde está el perro.
Nurita dijo que ella lo había soltado
porque ladraba y que creía que estaba muerto porque lo había mordido una
víbora.
—Mejor, para lo que
sirve, con suerte no lo vemos más —dijo Aurelio y se tiró en el catre.
Nurita miraba cada
tanto por la ventana mientras preparaba el puchero y también cuando lavaba los
platos. Pero el patio seguía vacío. Salió y se quedó dormida en la silla debajo
del alero.
—¡Perro de
mierda! ¡Qué hiciste! —fue el grito que despertó a Nurita.
Allí estaba Bandido,
en la puerta del galpón, y a su lado el recado de Aurelio que el perro acababa
de destrozar. Nurita corrió a revisarle la cara debajo de sus pelos duros y vio
que la mordida no lo había alcanzado. La fusta de Aurelio le pegó en el brazo.
—Ahora les
voy enseñar a los dos —gritó—; a este perro de mierda para que no rompa más
nada y a vos para que aprendas a obedecer —Y se secó la frente con la manga de
la camisa—. Subite al carro —le ordenó a Nurita.
Sujetando a Bandido
por el collar agarró uno de los alambres tirados por ahí y se lo enrolló
alrededor del cuello. La otra punta la ató al carro.
—Y vos
mirá bien lo que pasa por no hacer caso —le dijo señalando al perro.
Le dio en las ancas
al percherón que empezó a tirar del carro y Nurita vio los ojos de Bandido que
se hacían cada vez más grandes, en una pregunta desesperada. Aurelio le daba
cada vez más fuerte a las ancas del percherón y las patas de Bandido no
pudieron con ese trote, corrieron y corrieron hasta que una tras otra se fueron
aquietando y todo su cuerpo colgó arrastrado entre la polvareda.
En el campo se supo
lo que había hecho Aurelio; también hablaron de eso en la casa de la estancia.
Pasó algún tiempo y parecía que, poco a poco, la señora se estaba encariñando con
Nurita. Una tarde de verano, Nurita terminó su trabajo y cuando llegó al rancho
le mostró a la mamá y a los que allí estaban lo que, recién nomás, la señora le
había regalado: una cadenita, que ya llevaba colgada del cuello, con una
medalla de oro con la imagen de San Francisco. «Es el santo que protege a los
animales», le había dicho la señora «Y como sé que te gustan tanto…» Aurelio se
quedó callado y la mamá dijo que la señora debía de quererla bastante para
hacerle ese regalo. Y agregó:
—Mire
Nurita, la señora me ha hablado. Dice que le gustaría que usted se fuera con
ella para trabajar en su casa de la ciudad. Que allá, además, se puede estudiar
peluquería o lo que a usted le guste. No sé a usted, pero a mí me parece bien.
—Sí, mamá
—dijo Nurita.
—Bueno,
entonces se va el domingo.
En esa semana Nurita
no paró de pensar. Muchas cuestiones le preocupaban. El sábado siguiente, al
mediodía, cuando Aurelio llegó al rancho Nurita le preguntó:
—Aurelio, ¿es
peligroso andar con cosas de oro en la ciudad?
—Sí, claro —le dijo
Aurelio. Y en ese momento Nurita agarró del aparador una bolsita de plástico
azul, se sacó la medalla y la cadenita y las guardó en la bolsa.
Aurelio tenía muchos
defectos pero le gustaba madrugar. El domingo a la mañana estaba cepillando a
su zaino, cuando la vio a Nurita salir del rancho con la bolsita azul en la
mano.
—¡A dónde
vas, vos! —le gritó.
—A juntar
unas flores para llevarle a la señora Mercedes —le dijo Nurita y se perdió en
el sendero.
Aurelio dejó el
cepillo y la siguió. Nurita caminó mucho, casi una hora y, sin hacerse ver,
Aurelio iba detrás. Nurita llegó al arroyo, lo cruzó y luego se detuvo. Aurelio
estaba lejos, pero lo suficientemente cerca como para ver que, con un palito,
la mocosa metía y empujaba la bolsita azul hacia el fondo de una madriguera.
Terminada su tarea, Nurita se sacudió la tierra de las manos y dio media vuelta
para volver al rancho. Aurelio corrió delante de ella y al llegar siguió
cepillando al caballo como si nunca se hubiese ido.
Por la tarde Aurelio
salió a pasear por el monte y caminó hasta el arroyo.
Nurita llegó a la
ciudad y cuando le daba un beso a su medallita, en el fondo de una madriguera
se despertaba una yarará.
Un abrazo grande Silvia
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