Vestidos de negro
Vestidos de negro
Salió al jardín bien temprano como
todas las mañanas, para ver los primeros pétalos de las rosas abriéndose a la
tenue luz solar.
Tomó nota en el cuaderno: -con éstas,
las amarillas son treinta y dos, las rosadas veinticuatro y las blancas
veintidós.
Al levantar la vista vio gente
merodeando por la casa de enfrente que hacía varios años estaba deshabitada.
Entró y se dispuso a mirar desde la ventana, velada por las cortinas de encaje.
-Son dos hombres, ¿qué querrán?
Al día siguiente el camión de la
mudanza descargó muebles y canastos. Desde el marco de su observatorio, Julia
trató de no perder detalle de los movimientos que ocurrieron ese día y los
siguientes.
-Sí, son dos hombres solos, no he visto
ninguna mujer, que raro, vigilaré, esto me da mala espina.
Fue hasta el armario donde guardaba los
cuadernos con las estadísticas de los hormigueros que combatió cada año, de las
plagas que atacaron las hojas y los tallos, de las tormentas y heladas que
arruinaron varios esquejes y tomó uno con las hojas en limpio para ir
anotando las actividades de los nuevos vecinos.
Supo que ellos se iban diariamente a
las nueve de la mañana hasta la media tarde, volvían unas veces a las cinco y
otras cerca de las seis. Cambió el horario en el que habitualmente salía para
el recuento de los pimpollos; -de este modo no podrán verme, se dijo.
Continuó con esa rutina hasta que un
día, mientras estaba absorta en el perfume de las flores, escuchó a sus
espaldas una voz gruesa y varonil que le dio los buenos días.
Paralizada por un instante, sin responder
corrió a encerrarse. Las palpitaciones la ahogaban, espió por la ventana; era
uno de ellos, siempre vestidos de negro; - allá va, entró a la casa, ha venido
antes de la hora correspondiente, pensó.
Voy a asegurar puertas y postigos,
cambiaré las cerraduras y pondré candados.
Por las noches apenas lograba conciliar
el sueño alterada por pesadillas y visiones de hombres de negro parados a los
pies de su cama.
Ya no salía al jardín, desde la
banderola de la buhardilla hacía el conteo de los nuevos botones, pero el
alcance de su visión no era suficiente para que las cifras fueran exactas;
además las plantas estaban deslucidas por las rosas marchitas sin podar y la
falta de riego.
La alacena estaba casi vacía. Tendría
que salir para hacer la compra del supermercado, iría un rato después de que
los hombres se fueran, a eso de las diez de la mañana sería más seguro.
Se apresuró, llenó el carrito más de lo
habitual para tener suficientes reservas. Por la prisa y la ansiedad olvidó
llevar las boletas de la luz y el
teléfono que estaban por vencer.
Agotada se desplomó en un sillón del living y
durmió por un buen rato. –Me hacía falta, se dijo al despertar y pensó, otro
día iré a pagar las boletas.
Mientras guardaba la mercadería
comprada, escucha que golpean a su puerta.
-¿Quién puede ser a esta hora del
mediodía?, no me arriesgaré a abrir por si son ellos, subiré a la buhardilla
para ver.
No había nadie en la puerta de su casa,
pero vio a uno de los vecinos asomado a la ventana.
-Ha sido él y ahora me está vigilando
para ver si salgo.
Su
angustia creció, el miedo instalado en su mente no le daba un instante de
sosiego.
Llamó a su hermano pidiéndole ayuda,
pero él, como siempre, minimizó su problema y la consoló diciéndole que un día
de estos iría a verla.
A los pocos días quiso volver a
comunicarse con él para rogarle que viniera, pero el servicio telefónico estaba
cortado, también el servicio eléctrico.
Sus reservas de comida en la heladera
comenzaron a pudrirse.
Un atardecer presa de terror por las
visiones oscuras que la invaden en su casa, salió a la calle enajenada y
despavorida hasta caer sin sentido.
Los dos sacerdotes corrieron y se
ocuparon de asistirla.
Estrella Ducay

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